Arte en casa
Estoy obsesionado con la belleza. De pocas cosas disfruto tanto como la belleza del arte: una litografía de Chillida en las galerías de Justicia, mi abuela tocando la sonata para piano “Patética” de Beethoven, o una escultura de Noguchi en otoño en Nueva York.
¿Por qué es humanamente imprescindible tener arte en casa? Porque es la mejor expresión de nuestro gusto cultivado, y porque cumple la función de recordarnos aquellos valores que no queremos olvidar como parte sustancial de nuestra vida familiar.
Tener arte en casa no es una excentricidad. Es una forma de cuidar nuestra mente, de cultivar valores y virtudes, y de conectar con lo que consideramos esencial.
La belleza como necesidad vital
Luis Barragán escribió que “la vida humana privada de belleza no merece ser llamada así. No puedo imaginar una vida sana y moral a la que le falte belleza”. Su frase es absoluta, pero profundamente cierta. La belleza es una necesidad espiritual.
En el magnífico libro “Art as Therapy”, Alain de Botton defiende que el arte no existe para ser admirado desde la distancia, sino para ayudarnos a vivir mejor. Cada obra cumple una función psicológica: nos consuela en la tristeza, nos recuerda la gratitud, nos enseña a ver con claridad.
Lo mismo ocurre con la arquitectura. La casa que habitamos influye silenciosamente en nuestro ánimo. Una buena distribución, la proporción correcta de la luz, el tono de las paredes o la textura de un suelo son decisiones que, aunque parezcan triviales, moldean nuestra manera de sentir y pensar. La belleza cotidiana nos vuelve más serenos, más conscientes, más sensibles.
La casa: el escenario de nuestro estilo de vida
La casa era la quintaesencia del mundo a finales del siglo XVIII, porque en ella y solamente en ella se podían olvidar o suprimir artificialmente, los problemas y las contradicciones de la sociedad. Era el refugio donde las familias podían conservar la ilusión de la felicidad y el orden. Hoy, en medio de un mundo saturado de estímulos que demandan nuestra atención, la casa vuelve a ocupar ese papel: el espacio donde recogernos y volver a lo que es particularmente importante para cada uno de nosotros.
Reconocer el valor estético de los espacios exige sensibilidad y autoconocimiento. Significa aceptar que lo que nos rodea nos afecta, y que somos vulnerables a los colores, las texturas y las proporciones.
La arquitectura y el interiorismo tienen la capacidad de influir en nuestro bienestar tanto como la música o la literatura. No se trata solo de refugio físico, sino psicológico: una casa puede sanar, inspirar, equilibrar.
El bienestar estético
Le Corbusier decía que el arquitecto, por el ordenamiento de las formas, obtiene un orden que es pura creación del espíritu. Cuando las formas están en armonía, despiertan resonancias profundas en nosotros. La belleza genera bienestar porque introduce coherencia en el caos. Y cuando esa belleza está presente en casa, se convierte en un recordatorio constante de quién queremos ser, qué estilo de vida queremos cultivar en familia y cómo nos queremos presentar al mundo.
John Ruskin lo expresó con claridad: “En los edificios buscamos dos cosas; queremos que nos sirvan de refugio y queremos que nos hablen… que nos hablen de lo que consideramos importante y necesitamos que se nos recuerde”. Eso mismo hace el arte en casa, nos recuerda los valores y virtudes que particularmente valoramos: el orden, la amabilidad, la humildad, la eliminación de lo innecesario, la sensualidad, el misterio… nuestro lado más atrevido, íntimo o misterioso.
El arte como guardián del estado de ánimo
Un cuadro, una escultura o una pieza de mobiliario pueden tener un poder terapéutico insospechado. Un único objeto bien elegido puede reconectarnos con partes de nosotros que habíamos perdido. Al pasar cada día frente a una obra, ésta se convierte en un guardián silencioso de nuestros estados de ánimo, un espejo que nos devuelve la versión más auténtica de nosotros mismos.
En el High Wellbeing Model, considero el arte y el mobiliario de diseño como herramientas de disfrute total. No se trata solo de decoración, sino de intención y actitud. Colocar una escultura en un punto concreto, disponer un cuadro en el pasillo que cruzamos al salir o al regresar a casa, puede tener un efecto psicológico tan sutil como poderoso. Esos gestos cotidianos, repetidos día tras día, son pequeñas meditaciones visuales.
El arte, además, puede actuar como un incentivo moral. Nos recuerda virtudes que la vida moderna tiende a erosionar: la calma, la humildad, la gratitud, el asombro y apreciación de las cosas simples y cotidianas. Como explica De Botton, “una pintura puede enseñarnos a ver la belleza en lo ordinario, y al hacerlo, a ser más pacientes, más atentos, más humanos”.
El diseño como arte habitable
El arte no siempre cuelga de las paredes. Puede estar en la proporción de una lámpara, en la textura de una alfombra de Nani Marquina o en el silencio que se percibe al abrir una puerta. La buena arquitectura y el diseño funcional comparten una misma ética: hacer la vida más bella.
Los objetos bien diseñados nos devuelven a la nobleza de lo cotidiano. Nos invitan a saborear los gestos sencillos: tomar café a la perfecta temperatura en una taza ember, a leer “A Gentleman in Moscow” bajo la luz perfecta, caminar descalzos sobre un suelo cálido, o a escuchar la lluvia caer en el jardín…
Schiller decía que el arte idealista tiene la capacidad de restaurar la confianza en nosotros mismos, de recordarnos lo que podemos llegar a ser. Cuando volvemos a casa después de un día largo y miramos una obra que hemos elegido con gusto y cariño, algo se reordena internamente, no lo sabemos explicar, pero lo reconocemos inmediatamente.
Vivir rodeado de belleza
Todo lo que hago persigue este objetivo. Tener arte en casa no se trata solo de lujo, sino de coherencia y vida plena. Es reconocer que el entorno moldea nuestra mente y que la belleza —cuando se vive a diario— se convierte en una forma de bienestar.
Una obra elegida con intención puede transformar un día, igual que una melodía o un amanecer.
Nuestra casa es un espejo de cuánto hemos aprendido a vivir, y cada objeto que elegimos habla de nuestros valores. Por eso me gusta pensar que las casas más bellas son las que cuentan la historia de su familia, de su gusto particular y su fortaleza de espíritu.
Al final, la pregunta es sencilla:
¿Qué valores queremos cultivar en casa, y qué obras u objetos nos los recuerdan?